Una raíz aérea desciende por la oquedad de su tronco, enraíza y genera un cuerpo nuevo mientras el viejo que lo rodea seca y cae. Un rebrote de cepa, el acodo de una rama… Múltiples y asombrosas son las formas de reproducción asexual que despliega esta especie de taxácea que le han servido para sobrevivir desde el Jurásico. Y es que un mismo ejemplar de tejo puede llegar a vivir hasta cuatro, cinco mil años. Cuatrocientos mil cuenta uno de los artefactos más antiguos de fabricación humana que se conoce. Adivinen: una punta de lanza de madera de tejo.
El de Bermiego, en Quirós, conocido como Tejo de la Iglesia (Teixu l´Iglesia), es monumento natural desde 1995; se estima que supera el millar de años. Como él, otros tantos ejemplares se sitúan junto a capillas e iglesias en el Principado, al igual que en otras zonas, especialmente de la cordillera Cantábrica. Una tradición, la de plantar tejos en lugares de culto, de origen prerromana y precristiana, gustada no solo por pueblos que habitaban la península ibérica, sino también en otros países europeos, como Francia, Irlanda o Gran Bretaña. Tan arraigada y remota costumbre, que, en ocasiones, antes que la iglesia estaba el tejo.

Los eburones, la gente del tejo
Los astures, denominación que usaban los romanos para referirse a los pueblos celtas del noroeste peninsular, consideraban al tejo un árbol sagrado. Bajo sus ramas se celebraban reuniones en las que se tomaban las decisiones importantes; tanto que se tenían por sagradas por acordarse a su sombra. Algunas tribus celtas estaban tan arraigadas al tejo que debían a él su propio nombre. Es el caso de los eburones, ya mencionados por Julio César y Estrabón, cuya denominación (de eburo, que significa en lengua céltica tejo), les valió ser considerados como la gente del tejo, creyéndose que pudieron vivir en las tejedas, en plataformas sobre los árboles o al amparo de sus troncos huecos. Usaban su madera, elástica y resistente, para fabricar sus arcos, y su veneno como forma de suicidio ritual, según reza la leyenda. Vivían entre las orillas del Rin y el Mosa, pero también en el norte peninsular el veneno de tejo era usado como medio de autosacrificio ante la inminente esclavización por Roma.

La ambivalencia del tejo: el árbol de la vida y la muerte
La responsable de su toxicidad es la taxina, un tipo de alcaloide que en determinadas dosis puede causar la muerte y que está presente en casi todas sus partes. Esta característica letal, la costumbre ancestral de fabricar con su madera flechas y lanzas ungidas con su veneno y la que aún persiste de plantarlo en cementerios, ha llevado al tejo a ser considerado árbol de la muerte. Y en una extraordinaria contradicción, al mismo tiempo, el árbol de la vida. No solo esto por su asombrosa longevidad, sino porque sus principios activos poseen propiedades curativas.
El tejo de Bermiego protagoniza la ambientación de La noche que sonaron las campanas
Siempre rodeado de leyendas, sagrado para los celtas y usado por sus druidas para adivinar el futuro y en primitivos aquelarres, el árbol de la vida y de la muerte que crece de arriba abajo es símbolo de identidad del pueblo asturiano. Hay que ascender cuatro kilómetros de sinuosas curvas y emprender una caminata desde el pueblo de Bermiego para cobijarse a la sombre del Tejo de la Iglesia, uno de los más reconocidos de Asturias y cuya atmósfera contagia toda la tradición mitológica de este gigante milenario que se posa a la falda occidental de la sierra del Aramo.
En La noche que sonaron las campanas, publicada por la editorial NdeNovela, el tejo es uno de los grandes protagonistas. Un personaje que, sin ser de carne y hueso, habla de la tradición, la historia y las creencias de una tierra que merece ser descubierta más allá de los itinerarios concurridos. Sirva de pretexto la ficción para conocer las historias que encierra el tejo y aproximarse a su valor cultural, natural y científico.