Lacrimosa

Michelle está en su cama esperando que sea la hora. Todos sus amigos han llegado; solo falta el equipo médico que ejecutará su puesta en libertad. «El párkinson es caprichoso», no ha dejado de pensar en aquella frase del doctor Gómez en los últimos cuatro años. Ha perdido la movilidad, la autonomía, el control de sus necesidades más primarias, pero conserva la lucidez, el habla y un fino sentido del humor.

—¿Qué hora es? —le pregunta a su amigo Lázaro señalándole con la barbilla su reloj de muñeca—. No quiero llegar tarde a mi entierro.

Lázaro, que está sentado junto a su cama, sonríe ante la ocurrencia de su amiga. Tal y como ella le pidió, se ha vestido completamente de blanco, como si en lugar de a un suicidio asistido hubiera sido invitado a una fiesta ibicenca. No es Ibiza, es un pueblo de Granada, pero desde la ventana de Michelle se puede ver el mar y a través de ella entra el sonido de las olas. 

—¿Cuánto hace que nos conocemos? —Michelle desprende serenidad. Su piel radiante brilla aún más con el vestido de lunares rosa que su amiga Guillermina le ha ayudado a ponerse hace un rato. «El rosa, es mi preferido», Guillermina no podía contener las lágrimas y tras ayudarla a vestirse se marchó, como dijo que haría, no soportaría quedarse hasta el final—. Ya te lo digo yo, Lázaro, dieciséis. No podría olvidarlo porque te conocí el mismo día que llegué a España, antes incluso de poner un pie en este pueblo.

Contratar a un profesor de piano era el primer asunto que Michelle tenía que resolver cuando se instalara en Granada y, para no perder tiempo, traía los contactos hechos desde Francia. Pero no necesitó ninguno de esos contactos. El azar quiso que Lázaro y Michelle coincidieran en el tren que habían tomado en Sevilla y que ambos pasajeros se dirigieran al mismo destino; y el destino había querido que Michelle se bajara de aquel tren con profesor de piano y amigo para el resto de su vida.

—Sí, dieciséis. Son muchos años, desde luego que lo son, pero yo siento como si te conociera desde hace muchos más, como si te conociera de toda la vida. —Ahora es Lázaro quien no puede contener las lágrimas. Se siente ridículo vestido de blanco junto al lecho de suicidio de su amiga. El tipo de ridiculeces y extravagancias que hay que concederles a los enfermos y a los moribundos—. Tuve mucha suerte de encontrarme contigo en aquel tren.

Lázaro está enamorado de Michelle. Lo ha estado todos estos años, pero tuvo que conformarse con su amistad como se conforma con la salud quien no gana la lotería. «Lázaro, querido, yo soy un alma libre. No sé lo que voy a querer dentro de cinco minutos, ¿cómo quieres que me comprometa contigo? Te decepcionaría tanto, tantísimo, que no me lo perdonaría nunca. De ningún modo podemos ser otra cosa distinta a amigos, grandes amigos». Y Lázaro nunca volvió a intentar ser otra cosa que su gran amigo pianista.

—Pues sí, la verdad es que tuviste mucha suerte de encontrarte conmigo. Me alegro por ti… ¡Maldita sea! ¿Qué demonios haces adulándome como si fuera una pobre enferma moribunda?

A Michelle no le gustan los cumplidos, ni que le den fácilmente la razón, más bien le gusta que le lleven la contraria. Odia el romanticismo, los buenos modales forzados y hasta la buena educación.

—Anda, ¡ponme una copa de vino! Y, si quieres hacer algo útil, toca para mí. Toca para mí por última vez, ¿quieres? Aquí hace falta un poco de música. No sé a qué viene tanto drama; todavía no se ha muerto nadie.

Lázaro se sienta al piano de cola que Michelle se trajo de Francia. «No sabes cuánto me alegro de que seas profesor de piano porque yo necesito uno con urgencia. Me he gastado un dineral en hacer traer el piano desde Francia, así que no puedo dejar pasar ni un día sin tomar clases. Si no lo hago pronto me pondré con otra cosa y el piano pasará a ser un mueble al que quitar el polvo». Lázaro la recuerda en aquel tren, hablándole de su urgencia y sus motivaciones para tomar clases, mientras se sienta una vez más, la última vez, a tocar para ella. Lleva tres años haciéndolo, cuando Michelle entendió que ya no podía tocar más le pidió que siguiera acudiendo a su hora semanal a tocar para ella. «No me preocupa no poder tocar, a mí lo que de verdad me gusta es oír la música, por eso siempre quise aprender, Lázaro, para escucharme. Por eso quiero que sigamos con las clases, y pensándolo bien creo que salgo ganando, tú tocas mucho mejor que yo. No te preocupes, te pagaré como si siguieras dándome clases. O mejor, te dejaré mi piano en herencia. No quiero abusar de tu amistad», así fue como Michelle le confesó que ya no podría volver a tocar el piano. «No digas tonterías, Michelle, ¿pagarme? ¿Cuánto hace que dejaste de pagarme por las clases?», rieron.

Hace unos meses, en una de esos encuentros que seguían llamando clases de piano en los que Lázaro se dedicaba a tocar para ella, le habló de la decisión que había tomado:

—Lázaro, no sé si has oído que han aprobado esa ley. Ya sabes, esa por la que te dejan decidir el momento. ¿No es una gran noticia? —Michelle le hablaba de ello desde la cama, simulando no darle importancia, como quien habla de pedir una hipoteca aprovechando los tipos bajos de interés. El acento francés se le notaba más cuando decía algo que le costaba—. He cursado la solicitud.

—Michelle… sabes que puedes contar conmigo para lo que necesites. —Lázaro la conocía bien. Sabía que ella era firme en sus decisiones y que no retrocedería. Y se sentía mal por negarse a ayudar a su amiga en la búsqueda de su libertad—. Para lo que necesites, excepto para eso. Es para lo único que no puedes contar conmigo. 

Michelle ve cómo las lágrimas que caen de los ojos de su amigo alcanzan las teclas del piano. Las manos de Lázaro están interpretando la Pequeña serenata nocturna de Mozart, pero en su cabeza oye los compases de Lacrimosa, del réquiem por su amiga. 

El equipo médico entra en la habitación y Michelle les hace un gesto para que se detengan con la mano izquierda; el índice de la mano derecha se lo lleva a los labios pidiendo silencio. Los doctores salen de la habitación y vuelven a entrar cuando cesa la música, acompañados del resto de sus amigos. Michelle agradece a los doctores que hayan accedido a participar en su puesta en libertad; son los primeros que se han atrevido a hacerlo. Abraza a sus amigos. Toma las manos de pianista de Lázaro:

—Mi querido amigo, gracias por tocar hoy para mí. —Y cierra los ojos.