El año de los girasoles

Te despiertan otra vez las sirenas, Lesia. Cada vez suenan con más frecuencia; en los últimos días lo hacen incesantemente. No sabes qué hora es, tampoco te importa. En el sótano en el que te escondes apenas entra luz y cuesta distinguir el día de la noche. En la guerra, dormir es lo de menos, pero intentas hacerlo el mayor tiempo posible; aun sin poder conseguirlo profundamente, es la única forma de escapar del horror. Abrazas tu vientre, notas sus patadas. Hace semanas que tienes contracciones.

—¿Estás bien? ¿Necesitas algo? —Es Oxana, la enfermera. Agradeces que ella esté aquí. «Me da mucho miedo el parto», recuerdas que se lo dijiste el día que la conociste. «No te preocupes. Yo estaré a tu lado». No podías imaginar entonces el significado que llegaría a tener su promesa.

Eres solo una cría, pero necesitabas el dinero, así que aceptaste. «Maternidad subrogada. Es un acto de generosidad, ayudar a ser papás a parejas que no pueden». Era la primera vez que escuchabas eso de la maternidad subrogada. Claro que no te lo habías planteado, casi no sabías que eso existía. «Pero, ¿eso es legal?», le preguntaste a la asistente de la agencia. Eres pobre, sí, pero eres una chica formal, y bien educada, y respetas a tus padres, y amas a tu familia. Sabías que ellos no lo aceptarían.

Y no lo aceptaron. Tu madre casi enferma cuando se enteró. «Van a pagarme mucho dinero y es un acto de generosidad. Tú siempre dices que hay que ser generosos y ayudar a los demás», tu madre no podía parar de llorar. Te preguntas dónde estará tu madre ahora, hace semanas que no sabes nada de ella, desde que estalló la guerra.

La última vez que la viste, antes de emprender tu marcha a Kiev, estaba rodeada de girasoles. Fue ahí donde naciste, en una casa de guardeses rodeada de campos de girasoles. Desearías tanto volver a ser una niña que corre entre girasoles.

Desde el sótano en que estás ahora no se ven girasoles. En realidad, no sabes lo que se ve; las diminutas ventanas quedan demasiado altas como para mirar a través de ellas.

Vuelven a sonar las sirenas, lo hacen sin parar, despiertan a tu compañera. Fue ella quien te propuso hacerlo. Sois amigas desde pequeñas, casi hermanas, siempre lo habéis compartido todo. Cuando te lo contó ya estaba embarazada.

—¡Cómo no me lo has contado! —Te enfadaste, le gritaste, le dijiste cosas horribles. Pero te habló del dinero, de cómo podían cambiar vuestras vidas. Y te convenció. Siempre habíais planeado estar embarazadas a la vez, aunque no así, no para dar a luz al hijo de otros, no refugiadas en un sótano de Kiev con otras veinte mujeres esperando el momento de parir.

Cuando estalló la guerra ya estabais en la recta final del embarazo. Los meses anteriores habían ido muy bien. Los bebés, así los llamáis, se formaban sanos. «Sois jóvenes y fuertes. Todo va a salir bien», recuerdas las palabras del doctor.

—Inha, ¿cómo se llamaba aquel médico? —Abrazas a tu amiga mientras le haces la pregunta—. El que nos hizo las primeras ecografías.

—Lesia… estoy dormida —se queja.

—No lo estás, me estás hablando, ¿cómo se llamaba? —insistes—. El italiano, era guapo ¿eh?

—Sí, sí que lo era, no recuerdo su nombre, ¿qué más da? —responde con los ojos cerrados—. A estas alturas ya estará tomando café en la Plaza de San Marco, ¿o es que creías que se iba a quedar aquí a soportar las bombas para asistirnos en el parto?

—Oye, no seas borde, recuerda que fuiste tú quien me metió en esto, —se lo reprochas, dándole la espalda.

Vuelven a sonar las sirenas.

—Fabio, se llamaba Fabio. —Ahora es Inha, tu amiga, quien te abraza—. No pasa nada si no tenemos doctor en el parto. Está Oxana, y nos tenemos la una a la otra.

—¿Qué crees que pasará con nuestros bebés? —te atreves a preguntarlo en voz alta—. Tengo miedo de que le ocurra algo a mi hijo.

—Lesia, no es tu hijo. No seas boba. Cuando nazcan saldrán de aquí por un corredor seguro y tendrán una buena vida en España –dice Inha de memoria—. Ya oíste a Oxana, eso es lo que pasará. Anda, duérmete.

No insistes. Tampoco de duermes. No volverás a pegar ojo esta noche, o este día, o lo que sea esto.

Nunca olvidarás el año en el que nació tu hijo. Estás segura de que siempre lo recordaréis como el año de la guerra. “El año de la guerra”, lo sabes, volverás a oír esa frase el resto de tu vida. Y siempre pensarás en tu hijo naciendo un refugio de Kiev.

Cierras los ojos y tratas de dormir. Imaginas un campo florecido de girasoles. Te calma. Piensas que te gustaría que tu hijo creciera en un lugar rodeado de girasoles. Tú no puedes saberlo; no llegan esas noticias de España al lugar en el que te escondes, no puedes saber que los campos españoles están a punto de llenarse de girasoles.

Abrazas tu vientre, vuelves a sentir a tu hijo, y le pides perdón por no ser su madre para siempre, por el sótano en el que va a nacer, por el corredor verde en el que emprenderá el camino a su nueva y mejor vida.  

Y vuelven a sonar las sirenas.

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Relato con narrador en segunda persona.